La noche estaba siendo bastante normal. Una de esas noches
aburridas en una fiesta aburrida organizada por la empresa, con todo el mundo
vestido de etiqueta y camareros paseándose entre gente mucho menos importante
de lo que se cree manteniendo conversaciones absolutamente irrelevantes sobre
las desgracias del mundo. Aquellas reuniones siempre me hacían sentirme fuera
de lugar y sin ganas de nada, me dedicaba a observar a los asistentes,
intentando adivinar quien había alquilado el traje porque no podía permitirse
comprar uno de categoría y a responder con tópicos aleatorios a cualquier
pregunta que me hicieran. A fin de cuentas solo estaba obligada a hacer acto de
presencia, no a ser sociable.
Pero aquella fiesta no tardó en volverse completamente diferente. Aquella noche lo cambió todo. Como ya he dicho, me dedicaba a observar a la gente que charlaba en el salón, asombrándome por cómo eran capaces de entregarse tanto a sus conversaciones vacías, cuando sentí que alguien me observaba a mí. Estaba casi en la otra punta de la estancia, fingiendo que le prestaba atención a la conversación de un hombre de pelo cano y su mucho más que retocada mujer. Llevaba un traje sencillo, de color oscuro con raya diplomática pero, a diferencia de muchos otros asistentes, no parecía un disfraz, sino que parecía casi su propia piel. Tenía el pelo negro y largo recogido en una elegante coleta y casi ocultaba las expresiones de sus labios en su cuidada perilla, pero sus ojos estaban despejados y brillantes. Eran unos ojos oscuros de mirada penetrante, que parecían estar pensando mil cosas a la vez pero que no dejaban escapar ninguna por completo, esa clase de ojos que puedes mirar durante horas sin darte cuenta del paso del tiempo y sin llegar a desentrañar sus misterios. Al principio me sentí casi fascinada, pero pronto me invadió una sensación de cierta intranquilidad y busqué cobijo entre otro grupo de gente, en otra parte del salón.
Fue inútil. Desde la primera vez que cruzamos la mirada no deje de buscarle una y otra vez y siempre parecía estar ahí, enfrascado en otros asuntos, pero desviando la mirada hacia mí. No era insistente, ni descarado, pero conseguía que una leve mirada de refilón fuera tan inquietante como el escrutinio más atrevido. Desprendía magnetismo. Pronto comenzamos una especie de danza en la que yo me cambiaba de posición tratando de evitar su atención y él hacía lo propio buscando un lugar desde el que observarme mejor sin perder el disimulo. Tras un rato dejé de de esconderme y simplemente seguía jugando, pendiente de sus atenciones. En una ocasión nos cruzamos y su mano me rozo el brazo; pareció algo accidental pero estoy segura de que lo hizo a propósito. Se me puso la piel de gallina y sentí como se me aceleraba el corazón de una manera que no podía esperarme. Sentí como me acaloraba y me subían los colores tras aquel roce. Tanto que me excuse para ir al aseo.
Pero aquella fiesta no tardó en volverse completamente diferente. Aquella noche lo cambió todo. Como ya he dicho, me dedicaba a observar a la gente que charlaba en el salón, asombrándome por cómo eran capaces de entregarse tanto a sus conversaciones vacías, cuando sentí que alguien me observaba a mí. Estaba casi en la otra punta de la estancia, fingiendo que le prestaba atención a la conversación de un hombre de pelo cano y su mucho más que retocada mujer. Llevaba un traje sencillo, de color oscuro con raya diplomática pero, a diferencia de muchos otros asistentes, no parecía un disfraz, sino que parecía casi su propia piel. Tenía el pelo negro y largo recogido en una elegante coleta y casi ocultaba las expresiones de sus labios en su cuidada perilla, pero sus ojos estaban despejados y brillantes. Eran unos ojos oscuros de mirada penetrante, que parecían estar pensando mil cosas a la vez pero que no dejaban escapar ninguna por completo, esa clase de ojos que puedes mirar durante horas sin darte cuenta del paso del tiempo y sin llegar a desentrañar sus misterios. Al principio me sentí casi fascinada, pero pronto me invadió una sensación de cierta intranquilidad y busqué cobijo entre otro grupo de gente, en otra parte del salón.
Fue inútil. Desde la primera vez que cruzamos la mirada no deje de buscarle una y otra vez y siempre parecía estar ahí, enfrascado en otros asuntos, pero desviando la mirada hacia mí. No era insistente, ni descarado, pero conseguía que una leve mirada de refilón fuera tan inquietante como el escrutinio más atrevido. Desprendía magnetismo. Pronto comenzamos una especie de danza en la que yo me cambiaba de posición tratando de evitar su atención y él hacía lo propio buscando un lugar desde el que observarme mejor sin perder el disimulo. Tras un rato dejé de de esconderme y simplemente seguía jugando, pendiente de sus atenciones. En una ocasión nos cruzamos y su mano me rozo el brazo; pareció algo accidental pero estoy segura de que lo hizo a propósito. Se me puso la piel de gallina y sentí como se me aceleraba el corazón de una manera que no podía esperarme. Sentí como me acaloraba y me subían los colores tras aquel roce. Tanto que me excuse para ir al aseo.