El viento recorría las calles, pesado, triste, misterioso,
como el humo de un cigarrillo que parece luchar por elevarse al compás de una
melodía de saxo, guiado y reprimido al mismo tiempo por una mano invisible y
caprichosa. Al pasar entre los árboles y las casas emitía un sonido lúgubre tan
sutil a la par que penetrante que casi parecía resplandecer bajo el brillo de
la luna. Una luna enorme y de un color amarillento que parecía pesar demasiado
para mantenerse en el firmamento. Una luna enferma que, sin embargo, seguía su
curso.
El zumbido de una mosca invadía la habitación. El insecto se
detuvo en su mejilla. Lo espantó con un suave manotazo, un acto inconsciente
que le dejó una gruesa línea de sangre en la cara. Mirándose en el espejo podía
verse los ojos enrojecidos y la nariz moqueante a través de un fino manto de
lágrimas. Todo su cuerpo parecía vibrar presa del pánico. “Váyase” dijo con la voz entrecortada “por
favor, váyase”. “Oh sí, sí que me iré,
pero no aún”.
Junto a su rostro desencajado podía ver, o más bien intuir,
pues se hallaba oculto en un manto de sombras, el de otro hombre. Un rostro de
ojos brillantes y facciones marcadas. Un rostro sereno, del que procedía una
voz cálida, envolvente y al mismo tiempo, aterradora. Cada palabra, cada sílaba
que pronunciaba aquel extraño hacía temblar su cuerpo de pies a cabeza. Era
como sentir una corriente de electricidad atravesar tu cuerpo a cámara lenta;
los pelos se erizaban, la piel palidecía, se le helaba la sangre y sus músculos
se contraían en contra de su voluntad. Aquel aliento, aquella voz era para él
la voz del Infierno.
Trataba de recordar todas las oraciones que le enseñaron de
niño, pero le resultaba imposible pronunciarlas, le castañeaban los dientes y
sus labios temblaban, brillando gracias a la cobertura de lágrimas y mocos. De
vez en cuando escapaba de su garganta algún sollozo, algún pequeño ruido
angustioso, quejumbroso, suplicante. Le horrorizaba lo que veía reflejado en el
espejo, pero no se atrevía a apartar la mirada. Sabía lo que iba a encontrarse
solo con bajar un poco su punto de visión. Sus manos empapadas en sangre,
cubiertas por una capa rojo brillante, sostenían casi sin querer un afilado
cuchillo teñido del mismo color, que ocasionalmente reflejaba la luz de la luna
en los pequeños puntos en los que todavía mostraba el frío color del acero.
Cada vez que se le escapaba una mirada fugaz hacia sus manos temblaba con más
fuerza. “No, no, no, no…” repetía una y otra vez.
En la penumbra de la habitación era difícil distinguir los
muebles, las sillas, mesas y sillones. Y aquellos extraños bultos desperdigados
por toda la estancia, meras formas irreconocibles. Pero el no necesitaba luz
para saber lo que eran, las veía con claridad en su mente: junto al pequeño
sillón había una pierna, completamente depilada, más al fondo un brazo, desde
el cual, siguiendo un pequeño sendero de vísceras, se llegaba a lo que restaba
del cuerpo de una mujer joven, que hasta no hacía mucho había sido hermosa.
Tenía el vientre abierto y las tripas que no habían quedado desperdigadas por
el suelo se pudrían lentamente en su interior. Aún tenía los ojos abiertos,
unos ojos en los que no había miedo, ni sorpresa, ni ira…unos ojos vacíos,
pálidos, una mirada que no expresaba nada: unos ojos muertos que le miraban
desde el más allá. Aquellos ojos que tantas veces había mirado fijamente,
aquellos ojos con los que había soñado en innumerables ocasiones, aquellos ojos
en los que tantas veces había visto la esperanza no le mostraban ahora nada más
que su reflejo, como una muda acusación.
El zumbido de las moscas era más intenso sobre el otro bulto
que destacaba en el suelo de la estancia. Estaba en un oscuro rincón, como
escondido, pero nuevamente el no necesitaba verlo: aquel cuerpo tenía solo doce
años. Tan solo un par de días antes era una niña llena de vida, risueña, con
una sonrisa perenne en los labios. Ahora yacía en el suelo de madera desnuda,
con los jirones de su ropa esparcidos a su alrededor. Un grueso tajo dividía su
cuello en dos, un horizonte de un rojo tan intenso que casi parecía negro. La
parte interna de sus muslos estaba completamente amoratada y su sexo, cubierto
de heridas y golpes. Recordaba las veces que había acariciado su melena de oro,
cuantas veces había besado sus mejillas en señal de buenas noches. En su
cerebro no dejaba de ver la expresión de la niña mientras la vejaba de las
formas más horribles: no había miedo en sus ojos, sino una profunda tristeza,
una tristeza del alma que refleja decepción, incomprensión, una mirada que le
dolía más que mil puñales. No podía soportarla. Le había arrancado los ojos
para que dejaran de mirarle y ahora se deshacían lentamente junto al resto de
su cuerpo.
“¿Lo entiendes ahora?
Aún no puedo irme” Aquel hombre seguía mirándole desde el espejo, impasible,
inamovible, aterrador. “¿Quién cuidaría
de ti?¿Quién te escondería?” decía.
Tembloroso, abatido, derrotado, asintió con la cabeza y cerró los ojos con
fuerza. Cuando volvió a abrirlos se miró en el espejo, tenía la cara sucia por
las lágrimas y la sangre, pero había dejado de temblar. Sus ojos brillaban
ahora con el brillo de la impasibilidad, impregnados de autosuficiencia y
crueldad. Miró a un lado y vio una foto, en ella se veía a sí mismo junto a la
mujer descuartizada y entre ellos, la inocente niña del rincón. Cogió la foto
con una mano cubierta de sangre, la observó unos segundos y la dejó caer en la
papelera. Volvió a mirarse en el espejo para encontrar que solo su reflejo le
devolvía la mirada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario